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Roberto Guti?rrez - Matar a Pablo Iglesias (Spanish Edition)

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Matar a Pablo Iglesias (Spanish Edition): summary, description and annotation

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Matar a Pablo Iglesias (Spanish Edition) — read online for free the complete book (whole text) full work

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MATAR A PABLO IGLESIAS Roberto Gutirrez Este libro se ha editado sin - photo 1



MATAR A PABLO IGLESIAS
Roberto Gutirrez


Este libro se ha editado sin proteccin DRM para comodidad de los lectores. Se ruega por ello respetar el trabajo del autor y no realizar copias ilegales del mismo. Todos los derechos derivados de la presente obra son propiedad del autor registrado como tal en los correspondientes Registros de la Propiedad Intelectual.
Para cualquier consulta o comentario pueden escribir a la direccin de correo electrnico del autor, robertog.gutierrez@yahoo.es . Todos los mensajes respetuosos sern contestados.
Roberto Gutirrez, 2015
Diseo de la portada: L. Tsabosouglu, 2015


El objeto principal de este libro consiste en advertir de las amenazas contra la democracia. La historia nos muestra que en muchas ocasiones la voluntad popular slo se respeta cuando se adapta al camino marcado por los poderosos. Aunque los hechos narrados aqu se basan en circunstancias reales, esta novela es una ficcin poltica. Por tanto el empleo en la trama de nombres verdaderos o personas existentes debe ser considerado como un recurso literario sin conexin directa con los sucesos imaginarios que se desarrollan.


No puedes hacer una revolucin para tener la democracia.
Debes tener la democracia para hacer una revolucin.
Gilbert Keith Chesterton.
UNO. EL CADVER DE UN ABOGADO
La mujer se levant como cada madrugada a las cinco en punto, cuando el telfono mvil situado en la mesilla de noche empezaba a emitir su horripilante alarma de zumbidos y trinar de pjaros. Ella, que no manejaba bien aquellos aparatos modernos, le haba pedido a su hijo que le seleccionase un sonido para usar de despertador. El chaval, conociendo a su madre, opt por el tono llamado Birds . A ella al principio le pareci gracioso pero al cabo de unos meses hubiera deseado cambiarlo. Empezaba a aborrecer esas falsas aves digitales que todas las maanas le perforaban los odos en lo mejor del sueo. Ya casi ni le gustaban los pjaros de verdad. Pero su hijo no estaba all para ayudarla. Era uno ms de los setecientos mil espaoles, la mayora jvenes, que haban tenido que emigrar en busca de trabajo. Varias veces quiso por su cuenta elegir otra meloda y no pudo. Cada vez que lo intentaba se perda en la maraa de mens y ventanitas y al final prefiri dejar ese piar electrnico antes que estropear cualquier cosa del mvil. Algn da, cuando tuviera tiempo, ira a la tienda para pedirle a la chica que por favor lo sustituyera por un timbre normal, el de los despertadores de toda la vida.
Una vez superado el trance de despegarse de las sbanas fue a preparar un caf con leche. Disfrutaba ese momento como uno de los mejores del da: ella sola, con la casa en penumbra, sin apenas ruido de trfico, slo el agua templada de la ducha y el vibrar suave de la cafetera. En el bao se arregl el pelo, se puso la bata azul de trabajo y empez a beber su desayuno a sorbitos cortos, disfrutndolo. Al asomarse a la ventana vio el mismo paisaje de los ltimos cuarenta aos. Los grandes bloques marrones alineados como soldados gigantescos, cada uno de ellos dando cobijo a un montn de familias en pisos diminutos. Las plazoletas de tierra desechas y los escasos rboles que a duras penas se mantenan en pie. La ropa tendida en las ventanas. La cortina verde esmeralda de la vecina de enfrente. Los coches apelotonados junto a las aceras.
Su rato de calma no daba para ms. Las seis menos veinte, se asust, voy a llegar tarde. Su casa estaba muy lejos del metro como para ir andando a esas horas, y ms con la gente extraa que rondaba por all. As que tena que hacer tres transbordos. Coger el autobs 59 hasta la parada de la lnea tres del metro y llegar a Callao. Entonces tocaba cambiar a la lnea cinco hasta Coln y a continuacin enlazar con la cuatro y bajarse en Serrano. Desde esa estacin poda ir andando hasta su destino. Una hora y pico de ida y otra de vuelta, cada da de cada ao. Me he pasado buena parte de mi vida bajo tierra, pensaba. Se coloc un abrigo y la bufanda, ech un vistazo al cuarto de su hija para comprobar que la nia dorma y entonces sali apresurada.
Como ella, otras personas esperaban el autobs en la parada. Trabajadores del primer turno, mujeres vestidas con ropas pobres o uniformes sencillos. Cada vez haba menos extranjeros en el barrio, reflexion. Desde que empez la crisis muchos se haban marchado, malvendiendo sus pocas posesiones y dejando atrs la ilusin espaola. La crisis maldita. Quin lo hubiera dicho, despus de tantos aos de lucha. Pareca que fue ayer cuando su marido y ella pudieron comprar el piso en San Cristbal y, aunque era feo y pequeo, al fin y al cabo estaba en su barrio de toda la vida, al que se mud con sus padres siendo una nia. Llegaron de un pueblo de Albacete a principios de los aos setenta, ella con apenas quince aos, confiando en un futuro en la capital que no fuese pelear con las tierras y el grano. Su primera vivienda consisti en un apartamento junto a La Chimenea y de all sus padres no salieron nunca. Murieron, eso s, algo menos pobres que cuando llegaron. Slo un poco, pero menos. Cuando se cas, su marido y ella optaron por quedarse en el barrio. Ese laberinto inacabable de Madrid les segua dando miedo a los dos. Mejor lo conocido, decidieron.
Sus padres le dejaron algo de dinero y el apartamento de cincuenta metros a repartir con los hermanos. A ella la herencia le servi para rematar la hipoteca, lo que fue una suerte. Tener la vivienda pagada, aunque fuera un piso triste en el barrio de San Cristbal, equivala a un seguro de vejez. Ya haba visto varios desahucios en su calle, personan que lloraban mientras la polica rodeaba el edificio y una empresa de transportes depositaba los muebles en la acera. Y sus padres le dejaron tambin algo menos valioso: su nombre. Se llamaba Tomasa. Como su madre, como su abuela, como su bisabuela. Ah se perda el rastro. Cuando alguien se burlaba de su nombre, Tomasa se defenda diciendo que provena de una larga estirpe de Tomasas.
El autobs arrib puntual y pudo coger el primer metro, el de las seis y cinco. All en el subsuelo se estaba ms calentito, el invierno haba llegado muy rpido, sin apenas otoo, y el mes de noviembre apareci demasiado destemplado. Sentada junto a una ventana, indiferente ante la sucesin de oscuras paredes de cemento, Tomasa se fij en los rostros del vagn. Caras con sueo, llenas de desgana y resignacin. Personas como ella que se levantaban de madrugada para cuidar a ancianos, para limpiar basura ajena, para ponerse ante una mquina en una nave de chapa. Ellos, los pobres que mantienen el ritmo del mundo, nunca seran hroes. La gente admira a quienes salen en televisin bien vestidos y maquillados, a profesores universitarios cargados de prestigio, a actores famosos o a los polticos que llevan el timn del futuro. Personas como las que iban en ese vagn de metro nunca sern recordadas por nada. Llegan y trabajan y se mueren annimos, pero en sus hombros est reposando, mientras viven, el pulso profundo de la sociedad entera.
Lleg a la estacin de Serrano pasadas las siete, que era su hora de entrada. An tena cinco minutos caminando de noche entre los lujosos escaparates de las tiendas cerradas. Bolsos de Louis Vuitton, zapatos de Loewe, vestidos de Chanel. A mitad de la calle estaba el edificio en que cumpla su primera ronda de limpieza, un bufete de abogados situado en la cuarta planta. El portero, ya en su puesto, la salud. Tomasa subi en el ascensor e introdujo la llave en la elegante puerta de madera labrada. La cerradura no estaba asegurada con las dos vueltas habituales. Las siete y diez. Tena que darse prisa. A las siete y media empezaban a llegar sus seoras, como llamaba ella a los abogados, y los principales despachos deban estar limpios y dispuestos para el uso. Al avanzar por el pasillo en direccin al almacn, quitndose ya el abrigo y la bufanda, vio unos pies que sobresalan de una sala. Pero quin est tirado en el suelo, pens. La duda se mantuvo slo un instante. Al asomarse, Tomasa se encontr el cuerpo de uno de los letrados del bufete. Llevaba traje y corbata y bajo la cabeza se dibujaba un enorme charco de sangre. Lo primero que hizo la mujer fue dar un grito. Lo segundo, llamar por el interfono al portero. Lo siguiente, pensar si perdera su trabajo. Ganaba 460 euros al mes por cuatro horas diarias de limpieza, y era un dinero que necesitaba.

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