Nikolái Lilin - Educación siberiana
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Educación siberiana: summary, description and annotation
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Educación siberiana — read online for free the complete book (whole text) full work
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Unos gozan la vida, otros la sufren,
nosotros la combatimos.
ANTIGUO PROVERBIO
DE LOS URCAS SIBERIANOS
S que no se hace, pero estoy tentado de empezar por el final.
Por aquel da que recorramos las habitaciones de un inmueble en ruinas disparando contra el enemigo casi a bocajarro, por ejemplo.
Estbamos agotados. Los paracaidistas se relevaban, pero nosotros, los saboteadores, llevbamos tres das sin dormir. Seguamos adelante como las olas del mar, para evitar que el enemigo descansara, maniobrara, se organizara contra nosotros; combatiendo, siempre combatiendo.
Aquel da Zapato y yo subimos al ltimo piso para inutilizar la ltima ametralladora pesada y lanzamos dos bombas de mano.
En medio del polvo que caa del techo e impeda ver nos hallamos frente a cuatro enemigos que, al igual que nosotros, daban vueltas como gatitos ciegos en una nube de polvo grisceo, sucio, que ola a escombros y humo.
All en Chechenia nunca haba disparado tan de cerca contra nadie.
A todo esto, en la primera planta, nuestro capitn haba hecho un prisionero y abatido a ocho enemigos l solo.
Zapato y yo salimos del edificio completamente aturdidos. El capitn Nosov estaba ordenando a Mosca que vigilara al prisionero rabe mientras l, Cucharn y Cenit bajaban a inspeccionar el stano.
Me sent en la escalera junto a Mosca y frente al rabe que, asustado, intentaba decir algo. Mi compaero no lo escuchaba, estaba rendido y se caa de sueo, como todos. En cuanto el capitn se dio media vuelta, Mosca sac la pistola del chaleco, una Glock austraca, uno de sus trofeos, y con expresin desdeosa le peg dos tiros, en la cabeza y el pecho.
El capitn se volvi y sin decir nada lo mir con pena.
Mosca se sent junto al cadver y, acometido de un repentino desfallecimiento, cerr los ojos.
El capitn se qued mirndonos como si slo entonces nos reconociera de verdad y dijo:
Muchachos, ya est bien. Todos a los coches, a retaguardia a descansar.
Uno tras otro, como zombis, echamos a andar hacia los vehculos. Senta la cabeza tan cargada que, si me hubiese detenido, estoy seguro de que me habra estallado.
Dejamos el frente y volvimos a la zona que nuestra infantera tena controlada. Nos dormimos al instante, no tuve tiempo de quitarme el chaleco ni las bolsas atadas al cinturn, ca como un muerto.
Al poco me despert Mosca dndome en el pecho del chaleco con la culata del Kalshnikov.
Abr los ojos despacio, con desgana, y mir a un lado y otro; no recordaba dnde estaba ni lograba enfocar la mirada.
Mi compaero tena cara de cansancio y masticaba un trozo de pan. Fuera estaba oscuro, era imposible saber la hora. Consult el reloj pero no vea los nmeros, todo pareca envuelto en niebla.
Qu pasa? Cunto hemos dormido? pregunt a Mosca con voz fatigada.
Hemos dormido un huevo, hermano... Y creo que ahora nos tocar estar despiertos un buen rato.
Me llev las manos a la cara, quise cobrar fuerzas para levantarme y empezar a pensar. Necesitaba dormir ms, no poda con mi alma. Tena el uniforme sucio y hmedo, el chaleco apestaba a tierra y sudor, estaba hecho un guiapo.
Arriba, tos, en marcha... Que nos necesitan dijo Mosca, tratando de despertar a los dems.
Estaban todos extenuados, no queran levantarse. Pero entre quejas y maldiciones acabaron ponindose en pie.
El capitn Nosov se paseaba con el auricular pegado a la oreja, acompaado de un soldado que, con la radio de campo a cuestas, lo segua como un animal domstico. Enfadado, repeta a alguien por el auricular que era el primer descanso que nos tombamos en tres das, que estbamos exhaustos. Fue en vano, pues de pronto, con una voz que pareca tabletear, Nosov dijo:
S, mi coronel! A sus rdenes, mi coronel!
Es decir, que nos mandaban de nuevo al frente.
No quise ni pensarlo.
Me acerqu a un bidn lleno de agua que haba all y met las manos: estaba fresqusima y sent un escalofro. Hund la cabeza y, conteniendo la respiracin, la mantuve sumergida.
Abr los ojos y lo vi todo oscuro; me asust, saqu deprisa la cabeza y respir hondo.
Aquella oscuridad me produjo una extraa impresin; me dije que as poda ser la muerte, algo oscuro y sin aire.
Me qued contemplando el interior del bidn, donde vi oscilar mi reflejo mientras pensaba en lo que haba sido mi vida hasta ese momento.
En Transnistria, febrero es el mes ms fro. Sopla un fuerte viento y el aire es tan helado que casi escuece la cara; la gente va por la calle abrigada como una momia y los cros, enfundados en mil prendas y con bufandas que les llegan a los ojos, parecen muecos.
Nieva mucho, los das son cortos y oscurece muy pronto.
Vine al mundo ese mes. Era tan poca cosa que en la antigua Esparta me habran eliminado sin dudarlo. En cambio, me metieron en una incubadora.
Nac un mes antes de lo debido y sal con los pies por delante, aunque en m haba muchas ms cosas irregulares. Una amable enfermera le dijo a mi madre que deba hacerse a la idea de que yo no vivira mucho. Mi madre lloraba mientras un aparatito le extraa la leche que haban de darme en la incubadora. No debi de ser un momento feliz para ella.
Desde mi nacimiento, y quiz por costumbre, he dado innumerables disgustos y privado de muchas alegras a mis padres (a mi madre, mejor dicho, porque mi padre pasaba de todo, haca su vida criminal, robaba bancos y permaneca mucho tiempo en la crcel). No s las trastadas que hara de nio. Pero es natural, me cri en un barrio de mala fama donde se establecieron los criminales expulsados de Siberia en los aos treinta; viva en Bender entre ellos, y los habitantes de mi criminalsimo barrio formbamos una gran familia.
De pequeo los juguetes no me interesaban. Mi diversin a los cuatro o cinco aos era pasearme por casa esperando a que mi abuelo o mi to desmontaran y limpiaran las armas; lo hacan con gran esmero y cario, y muy a menudo, pues tenan muchsimas. Mi to deca que las armas son como las mujeres, que si no las acaricias bien se te traban y te traicionan.
En mi casa, como en los dems hogares siberianos, las armas se guardaban en sitios muy concretos. Las pistolas propias, esto es, las que los criminales siberianos llevan siempre encima y usan a diario, se dejan en el estante del llamado rincn rojo, que es donde se cuelgan los iconos de la familia as como las fotos de los parientes muertos y de los que estn en la crcel. Dicho estante se halla cubierto con una tela roja y en l siempre hay varios crucifijos siberianos. Cuando un criminal entra en una casa, enseguida se dirige al rincn rojo, deja la pistola en el estante, se santigua y coloca un crucifijo encima. Esta antigua tradicin garantiza que en los hogares siberianos no se usen armas; de lo contrario, sera imposible seguir viviendo en la casa en cuestin. El crucifijo es una especie de sello que slo se quita cuando el criminal abandona la casa.
Las pistolas propias, llamadas amante, ta, tronco, cuerda, no significan gran cosa ni tienen mucha importancia, son simples armas, no objetos de culto como la pica, la navaja tradicional; son, en definitiva, instrumentos del oficio.
Adems de las pistolas propias, en las casas de los criminales siberianos hay otras armas, divididas en dos grandes categoras: las honestas y las pecaminosas. Son honestas las que solamente se emplean para cazar en el bosque. Segn la moral siberiana, la caza es una prctica purificadora que devuelve al ser humano a la condicin en que se hallaba cuando Dios lo cre. Los siberianos nunca cazan por placer, sino para alimentarse, y solamente en los bosques de su patria, en la taiga. No practican la caza en lugares donde puede conseguirse comida sin matar animales salvajes. En una semana de cacera en el bosque, los siberianos no suelen matar ms que un jabal; se pasan el tiempo caminando. En esta prctica no cabe otro inters que el de la supervivencia, circunstancia que influye profundamente en la ley siberiana y constituye un fundamento moral de humildad y sencillez, as como de respeto a la libertad de cualquier ser vivo.
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