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Alfonso Reyes - La cena y otras historias

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La cena y otras historias: summary, description and annotation

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Alfonso Reyes

La cena y otras historias

Ttulo original: La cena y otras historias

Alfonso Reyes, 1956

Diseo de cubierta: rosmar71

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

La cena

La cena, que recrea y enamora.

SAN JUAN DE LA Cruz.

TUVE que correr a travs de calles desconocidas. El trmino de mi marcha pareca correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes pblicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos elctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgan glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres no s si en las casas, si en las glorietas que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminacin interior, cuatro redondas esferas de reloj.

Yo corra, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecer. Y corra frenticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. Cundo?

Al fin los deleites de aquella falsa recordacin me absorbieron de manera que volv a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditacin, vea que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante m nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados No s cunto tiempo transcurri, en tanto que yo dorma en el mareo de mi respiracin agitada.

De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metlico fro sobre mi epidermis. Mis ojos, en la ltima esperanza, cayeron sobre la puerta ms cercana: aqul era el trmino.

Entonces, para disponer mi nimo, retroced hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la maana, el correo me haba llevado una esquela breve y sugestiva. En el ngulo del papel se lean, manuscritas, las seas de una casa. La fecha era del da anterior. La carta deca solamente:

Doa Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar maana, a las nueve de la noche. Ah, si no faltara!.

Ni una letra ms.

Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, adems, ofreca singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el annimo designaba a aquellas seoras desconocidas; la ponderacin: Ah, si no faltara!, tan vaga y tan sentimental, que pareca suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuy a decidirme. Y acud, con el ansia de una emocin informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantstica (cuya fantasa est hecha de cosas cotidianas y cuyo equvoco misterio crece sobre la humilde raz de lo posible), parceme jadear a travs de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algn templo egipcio.

La puerta se abri. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de sbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

Volvme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para m ms que una silueta, donde mi imaginacin pudo pintar varios ensayos de fisonoma, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.

Pase usted, Alfonso.

Y pas, asombrado de orme llamar como en mi casa. Fue una decepcin el vestbulo. Sobre las palabras romnticas de la esquela (a m, al menos, me parecan romnticas), haba yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontr con un vestbulo diminuto y con una escalerilla frgil, sin elegancia; lo cual ms bien prometa dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenan aquel lujo fro de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres mscaras japonesas. Hasta llegu a dudar Pero alc la vista y qued tranquilo: ante mi, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudi a introducirme me sealaba la puerta del saln. Su silueta se haba colorado ya de facciones; su cara me habra resultado insignificante, a no ser por una expresin marcada de piedad; sus cabellos castaos, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraa conviccin en mi mente: todo aquel ser me pareci plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.

Amalia? pregunt.

S. Y me pareci que yo mismo me contestaba.

El saln, como lo haba imaginado, era pequeo. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestbulo. All estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografas y estatuillas el piano en que nadie toca, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un seor de barba partida y boca grosera.

Doa Magdalena, que ya me esperaba instalada en un silln rojo, vesta tambin de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruessimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoder de m. Mis ojos iban, inconscientemente, de doa Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doa Magdalena, que lo not, ayud mis investigaciones con alguna exgesis oportuna.

Lo ms adecuado hubiera sido sentirme incmodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicacin. Pero doa Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doa Magdalena era una mujer de sesenta aos; as es que consinti en dejar a su hija los cuidados de la iniciacin. Amalia charlaba; doa Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.

A la madre toc es de rigor recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo ms general y corriente. Yo acab por convencerme de que aquellas seoras no haban querido ms que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sent sumido en un perfecto egosmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charl, re y desarroll todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situacin. Hasta aquel instante las seoras haban procurado parecerme simpticas; desde entonces sent que haba comenzado yo mismo a serles agradable.

El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfaccin, enteramente fisiolgica, del rostro de doa Magdalena descenda, a veces, al de su hija. Pareca que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.

Nunca sospech los agrados de aquella conversacin. Aunque ella sugera, vagamente, no s qu evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difcil campo de las responsabilidades domsticas y como era natural en mujeres de espritu fuerte sbitos relmpagos ibsenianos, yo me senta tan a mi gusto como en casa de alguna ta viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.

Al principio, la conversacin gir toda sobre cuestiones comerciales, econmicas, en que las dos mujeres parecan complacerse. No hay asunto mejor que ste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.

Despus, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana peticin. Todas tendan a un trmino que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareci, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenz visiblemente a combatir contra alguna interna tentacin. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijndose con tal expresin de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que ms de una vez, asombrado, volv el rostro yo mismo. Pero Amalia no pareca consciente del dao que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremeca cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.

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