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Armando Palacio Valdes - El origen del pensamiento

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El origen del pensamiento Armando Palacio Valdes Publicado - photo 1

El origen del pensamiento
Armando Palacio Valdes

Publicado: 1893

Captulo 1

Mario tena encendidos los pmulos y el resto de la cara bien plido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resista a dar paso al caf, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvan frecuentemente hacia una de las prximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos nias de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente caf. Los paps lean los peridicos; las nias escuchaban distradas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violn.

El violn se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qu. El vasto saln del caf estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el mdico precio de la taza de caf se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violn todas las sinfonas y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, lean los peridicos y se daban tono de personas pudientes. Haba tambin estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categora y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.

De todas las calles cntricas de Madrid, la nica que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceaistas, la Fontana de Oro, y se extraa no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El caf del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carcter burgus, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita all las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a ltima hora de la noche reina all Prapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.

Cualquiera podra observar que una de las nias, la ms llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella direccin. Cuando esto acaeca, la joven sonrea leve y plcidamente mientras aqul haca una mueca singular que nada tena de sonrisa, aunque pretenda serlo.

Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeos y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo nico que prestaba atractivo y ennobleca singularmente aquel rostro vulgar. No slo miraba con ms recelo que entusiasmo hacia la nia de la mesa inmediata; tambin diriga sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abra y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le produca vivos estremecimientos.

Cunto tarda hoy D. Laureano!exclam al fin en voz alta dirigindose al compaero que tena enfrente.

Era ste joven tambin, de rostro plido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demasa; su traje, ms desaseado que mezquino. Ni respondi ni levant siquiera la cabeza al or la exclamacin de su amigo, atento a la lectura del peridico que tena entre las manos. Mario qued algo confuso por aquella indiferencia, y aadi sacando el reloj:

Las nueve y media ya Otros das est aqu a las nueve.

El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.

Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de caf fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdn de su compaero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sac de nuevo el reloj y, sin acordarse de su propsito, pregunt:

Adolfo, sabes si D. Laureano est enfermo?

Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra.

Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto

Adolfo era realmente un hombre superior, como se ver en el curso de la presente historia. Hablaba poco, rea menos, y el espectculo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos. Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo, traducida en vivos movimientos descompasados que hacan rechinar la silla y ponan en peligro inminente la botella del agua y las tazas de caf, levant los ojos hacia l, y una benvola sonrisa de compasin se esparci por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente a Adolfo, se puso colorado e hizo esfuerzos colosales para estarse quieto.

Al fin!exclam a los pocos instantes, viendo aparecer por la puerta a un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisita elegancia.

Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonoma adquiri la misma expresin que si viera un fantasma.

D. Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo, adornado con pequeo bigote, la mejor prueba de los numerosos triunfos sobre el sexo femenino que se le atribuan, acercose lentamente, con un cigarro puro en la boca, fijando su mirada en todas las mujeres que por all haba sentadas. Salud alegremente a los jvenes, con la misma libertad y franqueza que si fuera uno de ellos, dio un par de palmadas para llamar al mozo y dirigi unas cuantas sonrisas amicales a los parroquianos de las mesas inmediatas.

Aqu tiene usted a Mario deshecho de impaciencia. Ya preguntaba si estara usted enfermodijo Adolfo.

Pues? Ah, s! No me acordaba que debo presentarle a su Julieta Oh! La juventud! el amor! Qu pena para m ver esas cosas ya de lejos!aadi con un suspiro.

Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigindose al mismo tiempo hacia una hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro que no andaban tan lejos como deca.

Usted me permitir que tome caf, verdad?pregunt en tono de burla a Mario.

ste sonri, ruborizndose.

Tome usted lo que quiera. No hay prisa.

Muchas gracias.

Mientras D. Laureano tomaba el caf, enfilando miradas incendiarias a la belleza que haba descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del peridico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita.

Haba estado muchsimo tiempo asistiendo al caf sin fijarse en ella. Un da le dijo don Laureano: Sabe usted que una de las vecinitas, la ms gruesa, no le mira a usted con malos ojos? Lo dijo por bromear; pero bast para que nuestro joven fijase su atencin en ella, la fuese hallando cada da ms bonita, aunque en opinin de todos no fuese ms que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no haba conocido a su madre. Su padre, hombre pblico importante, subsecretario, consejero de Estado varias veces, haba fallecido haca tres aos. Como acaece algunas veces, ms de las que el vulgo imagina, D. Joaqun de la Costa, que haba tenido tantas ocasiones de hacerse rico, muri sin dejar hacienda alguna a su hijo. Tuvo que vivir ste exclusivamente con el empleo de doce mil reales que le haba dado en el ministerio de Ultramar. El dinero que recab de la almoneda de su casa lo gast muy pronto en una escapatoria que hizo a Francia y a Italia. Como testimonio de respeto a la memoria de su padre, el ministro que a la sazn desempeaba la cartera de Ultramar le haba ascendido a catorce mil reales, y tal sueldo era lo nico que posea. Alojaba en una casa de huspedes donde por tres pesetas le daban habitacin y almuerzo. Coma siempre en casa de alguno de los amigos de su padre. Con lo que le restaba de la paga atenda pasablemente a sus necesidades, que no eran muchas: un traje decente, una taza de caf, al teatro los sbados y a los conciertos los domingos de primavera. Haba, no obstante, cierto agujero por donde se le escapaban ms pesetas de las que poda destinar a sus placeres, colocndole a veces en situacin angustiosa. Hay que decirlo en secreto, porque a Mario no le gustaba que se divulgase entre sus amigos. Era aficionado a la escultura. En modelos, vaciadores y utensilios se le iban lindamente los cuartos.

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