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Caso - 2009 Contra El Viento - Caso,Angeles

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2009 Contra El Viento - Caso,Angeles: summary, description and annotation

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2009 Contra El Viento - Caso,Angeles — read online for free the complete book (whole text) full work

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Contra el viento ngeles Caso Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2009 - photo 1
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Contra el viento

ngeles Caso

Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2009,

concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua,

Juan Eslava Galn, Pere Gimferrer,

Alvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol

y Rosa Regs.

A Janick le Men y Alejandro Vargas, por su viejo cario

El nacimiento, la muerte, y entre ambos, la fragilidad.

I AN M C E WAN , Expiacin

La cuestin es qu hace cada uno con las cartas que le han tocado. A MOS O Z , Una historia de amor y oscuridad

MI MADRE

Siempre he envidiado a quienes sienten que tienen el control de sus vidas. A quienes pueden afirmar, llenos de satisfaccin, que ellos mismos han ido construyendo su existencia, paso a paso, colocando los aciertos junto a los errores, depositndolos muy unidos, las buenas experiencias al lado de las malas, la felicidad sobre el dolor, como si levantasen una slida fortaleza all en lo alto de las rocas, inexpugnable y firme. Una existencia dominada por los propios designios y una frrea voluntad, fluyendo por las venas como sangre. Y, dentro de las tripas, la entereza.

Para m en cambio la vida es algo exterior. Algo semejante a una neblina que fluye a mi alrededor, marcando su propio ritmo, obligndome a comportarme de una manera determinada, sin que yo pueda apenas tomar ninguna decisin. No doy pasos conscientes, regidos por la razn y un luminoso objetivo a lo lejos, parpadeando en el futuro como un faro hacia el que dirigirme. No sigo ningn camino, ningn arroyo, ni siquiera una senda escarpada y dura, a travs de peascos agudos como puales. Simplemente floto ah dentro, y agito los brazos cuanto puedo para no ahogarme. No hay nada ms. S, a veces, por un momento, hay un cielo azul, y rboles verdes, y deliciosas mariposas de colores que juguetean entre las flores. Y en la noche, una multitud de estrellas que se despliegan para m, como millones de ofrendas de benevolencia. Pero s que el espejismo durar un instante. Respiro hondo. Respiro. Respiro. Y esa bruma fra y perfecta me envuelve de nuevo a su antojo. Siempre he sido una cobarde. Miedosa, asustada, cobarde. Siempre. Desde pequea. Creo que la culpa la tiene mi padre. Fue un hombre muy cruel, uno de esos seres que pasan por la vida dejando la marca del pavor grabada a fuego en la piel de los otros. No es que nos golpease: no le haca falta. Era suficiente su presencia, de la que emanaba una tensin repulsiva y helada. Era suficiente su voz, chillona e hiriente, y tambin que te mirara con aquellos ojos pequeos y oscuros, dos diminutos ojillos de reptil que parecan azotarte,

causndote un dolor mucho peor que el de un latigazo. Cuando l llegaba a casa, todos los das a las siete y veinticinco en punto, nuestro mundo humano, poblado de cosas vulgares, se detena, como si un hechizo nos convirtiera en piedra. Era la hora del miedo. En cuanto oa el ruido de su coche aparcando ante la verja del jardn, mi madre quitaba inmediatamente la radio que la haba acompaado durante la tarde. Su cuerpo se encoga, se volva diminuto y quebradizo. Los juegos de mis hermanos quedaban en suspenso. Los deberes del colegio nos resultaban de pronto incomprensibles, las letras y los nmeros se ponan a volar ante nuestros ojos sin que pudiramos alcanzarlos. La propia casa entraba en un proceso de silencio compulsivo. Las cosas callaban, se quedaban paradas, como si no existiera nada ms que la presencia omnipotente de aquel hombre, cayendo con todo su peso sobre nosotros y lo nuestro.

No saludaba a nadie. Suba a su cuarto, se desvesta, tiraba la ropa por los rincones de donde la recogera mi madre inmediatamente despus, se pona el pijama y el batn y bajaba a la sala, a ver la televisin. Mam se encerraba en la cocina, disimulando el malestar con su actividad entre los pucheros y las sartenes. Nosotros nos quedbamos aterrados en las habitaciones, fingiendo que an ramos capaces de entender los logaritmos o de aprendernos la historia de la Armada Invencible, y esperando sus gritos. Porque cada tarde, despus de su llegada, mi padre gritaba el nombre de alguno de nosotros. Entonces tenamos que comparecer enseguida ante l, sintindonos como ratas a punto de ser golpeadas por la azada. Sin molestarse ni siquiera en bajar el volumen del televisor, nos preguntaba por las notas del colegio, que nunca eran para l lo suficientemente brillantes, o por la herida que tenamos en la rodilla despus de la ltima cada en el patio, o por un nuevo desconchn en alguna pared. Cualquier cosa con tal de echarnos la culpa de algo, decir unas cuantas frases desagradables y mandarnos al cuarto de los trastos. Luego haba que permanecer all durante mucho tiempo, a veces incluso mientras los dems cenaban, hasta que enviaba a mi madre a buscarnos.

Muchas tardes de mi infancia las pas en medio de aquella oscuridad, muerta de miedo, oyendo crujir las maderas de los armarios, restallar las cajas que guardaban los adornos navideos y los restos de vajillas desparejadas, crepitar la escayola del techo. Estaba segura de que algn da un hombre monstruoso quizs un pjaro enorme y negro saldra de alguno de aquellos armarios, donde viva escondido desde haca aos y aos, y se abalanzara sobre m para llevarme hacia una oscuridad an mayor. Quera llorar y gritar, pero no poda, porque mi padre me hubiese odo y entonces el encierro habra durado ms. Me agarraba a lo nico que era capaz de hacer: me acurrucaba en un rincn, miraba fijamente la luz de la cocina, que llegaba a lo largo del pasillo y se filtraba a travs de la diminuta rendija bajo la puerta, y musitaba en voz muy baja, casi sin respiracin, todas las canciones que conoca. Las que cantaba con mis amigas jugando al corro o a la comba y las que oa vociferar a la abuela en la casa de la aldea, mientras fregaba los cacharros o haca las camas, con

aquella voz destemplada y temblorosa de la que ella sin embargo tanto presuma, lanzndola a los aires al menor pretexto.

A fuerza de cantar, los latidos del corazn parecan calmarse, aunque, de vez en cuando, un nuevo crujido de maderas me provocaba un sobresalto. Y el tiempo pasaba, lento, lento, deslizndose en las sombras, hasta que se abra la puerta muy despacio, y la silueta de mi madre, pequeita y redonda, apareca en el umbral. Y entonces, sin decir nada, me conduca de nuevo hacia la vida normal, las luces encendidas, las voces lejanas y suaves de mis hermanos en sus habitaciones, el sonido de la televisin ante la que mi padre dormitaba en la sala, el buen olor de la carne que se guisaba despacio en el fuego.

Yo agarraba muy fuerte la mano de mi madre, llena de agradecimiento, y senta por un instante su pulso agitado junto al mo ahora al fin tranquilo, e iba a sentarme cerca de ella en la cocina, conformndome con tenerla ante mis ojos, aunque fuera en medio de aquel silencio triste que siempre la rodeaba, como un aura perniciosa que la mantuviera alejada del mundo. Mi madre llevaba la tristeza encima, igual que la piel, resignada y brillante. Pero yo la vea moverse de un lado para otro, revolver los pucheros, pelar las patatas, planchar cuidadosamente las camisas de mi padre y la ropa de mis hermanos y la ma, y aquella normalidad, aquel latido apaciguado de la vida, la propia melancola que emanaba de ella, me hacan sentir algo que se pareca mucho a la felicidad. All, a su lado, en medio de las cosas comunes y luminosas, estaba a salvo. Ya no volvera a ver a mi padre hasta el momento de darle las buenas noches, pues los nios cenbamos solos en la cocina. Aquello era un alivio para l y tambin para nosotros. Aunque fuese siempre en voz muy baja, sin hacer apenas ruido para no ser escuchados, podamos permitirnos decir tonteras, darnos patadas por debajo de la mesa, poner cara de asco ante el hgado encebollado o devorar con ansia las fuentes de patatas fritas.

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