Sheila Kohler
Cuando ramos hermanas
Traduccin
Mariano Antoln Rato
ALBA
Para los hijos de mi hermana:
Vaughan, Lisa, Simone, Alexia, Claire y Winnie
El objeto asesinado, del cual estoy separada por medio del sacrificio, mientras me vincula con Dios, en el mismo acto de ser destruido tambin se erige como deseable, fascinante y sagrado.
Julia Kristeva : Poderes de la perversin
PRLOGO
Es quince aos antes de que Mandela se convierta en presidente, y Sudfrica, un pas del que me march a los diecisiete aos, todava est sometida al apartheid. Tengo treinta y ocho aos. Estamos en octubre, al que los afrikners llaman die mooiste maand, el mes ms hermoso, nuestra primavera.
Mi madre llama con la noticia. Mi cuado, un cardiocirujano y alumno predilecto de Christiaan Barnard, el primer mdico que trasplant con xito un corazn humano, haba estrellado su coche contra un poste de la luz cuando conduca por una carretera desierta y reseca. l, que llevaba puesto el cinturn de seguridad, haba sobrevivido, pero mi hermana no tuvo tanta suerte. El impact le rompi muecas y tobillos.
Muri instantneamente me asegur mi madre.
No entiendo cmo uno sabe algo as y piensa en aquel momento de terror en la oscuridad.
Tomo un avin hasta Johannesburgo y voy directamente al depsito de cadveres. No estoy segura de por qu considero que debo hacer eso. Quiz no pueda creer que mi nica hermana, sin haber llegado todava a los cuarenta aos, madre de seis hijos pequeos, haya muerto. Quiz crea que la visin de su cara y cuerpo tan conocidos me lo aclarar. O quiz solo quiera estar a su lado, estrecharla por ltima vez entre mis brazos.
Me quedo de pie esperando con las manos en el cristal, mirando la muy iluminada, vaca y desierta habitacin de suelo poco limpio hecho con piedra rojiza, que se hunde ligeramente por el centro para facilitar el desage desde la mesa de autopsias. Entonces meten su cuerpo rodando. No la puedo tocar, estrechar, consolar. Ni siquiera la puedo curar. Su cuerpo entero est envuelto con una sbana blanca, solo su cara de flor se alza un poco hacia m: la frente ancha, la pequea barbilla con un hoyuelo, los ojos oblicuos, la piel cerlea. Es mi cara, nuestra cara, la cara de nuestros antepasados comunes. Es la cara en forma de corazn que ella volva obediente hacia m cuando, de nias, jugbamos a las muecas.
Este momento es el comienzo de interminables aos de aoranzas y remordimientos. Tambin es el comienzo de mi vida escribiendo. Volver a las pginas una y otra vez para recuperar este momento, la vida de mi hermana, y su espritu.
Con su muerte tambin llega un aluvin de preguntas. Cmo pudimos haber fracasado a la hora de protegerla de l? Qu pasaba con nuestra familia? Se trataba de nuestra madre? De nuestro padre? O era cuestin de nuestro talante, del modo en que estbamos hechos, de nuestros genes, de lo que habamos heredado? O, ms terrible an, es que no hay respuesta para esa pregunta? Solo se trataba de casualidad, suerte, nuestra estrella, nuestro destino? No fue como si no lo viramos venir. Qu nos contuvo para entrar en accin, para contratar un guardaespaldas que la protegiera? Fue por la misoginia inherente a la sociedad colonial y racista de la Sudfrica de la poca? Fue la Iglesia anglicana en la que ella y yo rezbamos diariamente para que se nos perdonara el pecado ms atroz? Fue el modo como se consideraba a las mujeres en Sudfrica y en el mundo en general?
Todava estoy buscando las respuestas.
I
NIEVE
Est nevando , los copos grandes y hmedos caen callada, extraamente, sobre las oscuras higueras, cuando mi hermana menciona por primera vez cmo se llama el hombre que ser responsable de su muerte: Carl. Estamos en New Haven, Connecticut, dentro del nuevo y elevado edificio de apartamentos, las University Towers, donde ha nacido mi primera hija. Mi marido, un estudiante de Yale, tiene veintin aos. Mi hermana, Maxine, dos aos mayor que yo, tiene veintids. Ha venido para estar conmigo durante el parto.
Contemplamos a mi hija recin nacida que chupa de mi pecho, y la nieve cae lentamente de un cielo fantasmal con la misma extraeza. Mi hermana y yo no estamos acostumbradas a los recin nacidos ni a la nieve.
II
JUNTAS
Hemos nacido en Sud frica y nos criamos juntas en una casa en forma de L hecha por Herbert Baker, que se llamaba Crossways, en Dunkeld, a las afueras de Johannesburgo. Hay jacarandas claras que bordean la larga alameda que lleva a nuestra casa cubierta de plantas trepadoras. Los gruesos muros y las contraventanas cerradas mantienen frescas las habitaciones las tardes de mucho calor. El extenso terreno, con su piscina y su estanque con peces, una cancha de tenis, un campo de golf con nueve hoyos, una huerta y rboles frutales, y hectreas de praderas salvajes, se extiende hasta las colinas azules.
Un ejrcito de criados atiende la propiedad. Criados que pasan la mantequilla entre listones de madera con superficies dentadas hasta que hacen pequeas bolas que se colocan en cuencos de plata en forma de concha; sacan brillo a la plata, los muebles, los suelos; preparan en la cocina el roast beef y el pudin de Yorkshire, las dos clases de verduras y las patatas asadas; cuecen la carne de los chicos menos importantes (chicos es como llamamos a nuestros criados adultos) para hacer un guisado de olor delicioso; se mantienen muy tiesos con sus finos guantes blancos, sus playeros blandos y trajes almidonados, con una llamativa banda que les cruza el pecho, cuando se mueven detrs de las sillas Chippendale, para servir la cena; salen al patio trasero para atizar el fuego de carbn.
A veces se traen grupos de presidiarios para cavar y alisar las praderas con pesados rodillos, quitar las hierbas malas de los arriates de flores plantados con vistosas cannas, digitales y capuchinas. Mi hermana y yo nos quedamos quietas, cogidas de la mano, mirando a los hombres con sus camisas a rayas, sus pies descalzos, que cavan con la luz de la tarde a sus espaldas. Les omos cantar con una armona triste hasta que nos dicen que no miremos, que nos marchemos, marchaos, chicas.
Siempre estamos juntas en el cuarto verde plido de las nias donde dormimos con nuestra niera: la pizarra en una pared y en la otra las tres camas, cada una con su colcha verde, una mesilla de madera y un orinal redondo esmaltado. Estamos juntas en la habitacin soleada del desayuno, donde tomamos la espesa crema de avena, el carnero asado con salsa de alcaparras, los sndwiches de queso y el t con leche muy caliente, el pesado desayuno ingls que nos hace sudar; estamos juntas en el pasillo con las Cries of London alineadas en la pared la serie de lminas mostraba vendedores callejeros de la ciudad en el siglo xix ofreciendo sus productos, y en la despensa sombra con los botes rebosantes de harina de trigo y de maz y los enormes sacos de naranjas que perfuman el aire.
Estamos juntas al sol con nuestros mandilones idnticos, nuestras sandalias, nuestras cabezas rubias sin sombrero. Tenemos unos airedales terrier idnticos, Dale y Tony, dos grandes perros con el mismo pelaje suave y esponjoso marrn claro, a los que no se les deja entrar en casa, pero que se revuelcan con nosotras sobre el csped y duermen en sus casetas del jardn.
Mi hermana y yo exploramos juntas el amplio jardn. Nos dejan corretear al sol, descalzas a menudo, con libertad para soar. Conocemos las flores y los rboles con tanta intimidad como a los personajes de nuestro libro favorito.
Forman parte de nuestros juegos, de nuestra imaginacin. Son medio reales, medio inventados, parte de nuestras fantasas y nuestra realidad, nuestros objetos cambiantes.
Nos untamos la cara con moras aplastadas como si fueran pinturas de guerra y jugamos a indios y vaqueros. Trepamos por las jacarandas. Todas son buenas excepto la ltima de la izquierda, que es una malvada y por eso tenemos cuidado de evitarla. Instalamos una polea entre nuestros rboles respectivos y nos mandamos de uno al otro notitas escritas, aunque yo todava no s leer ni escribir demasiado bien, y podemos gritarnos una a otra con mucha ms facilidad.
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